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HISTORIAS QUE IMPORTAN POCO




6 de Noviembre de 2019

OTOÑO 


Hoy, oyendo “Dvorak- Romance for piano and violín, Op 11” y viendo llover a través de mi ventana, la música me lleva a sentir un cúmulo de sentimientos y aviva de nuevo el romance que siento con el otoño. A muchas personas los cambios estacionales les sientan mal, a mí, por el contrario, me despiertan un sinfín de sensaciones que a veces me cuesta describir. Por una parte, termina el bullicioso y ajetreado verano, como si de una obra musical se tratara, terminando en una explosión de sonidos durante la “Función de Nigüelas” (cohetes, música, diana, cabalgata, niños…) en la que finaliza con enorme ovación el día del Entierro de la Zorra y la traca fin de fiestas. Pero… al día siguiente… sentimos la soledad del auditorio vacío. La soledad del espacio, del que ya solo queda el grato recuerdo, de una obra interpretada magistralmente.

Ese es mi otoño, otoño que por otra parte me trae muchos recuerdos de mi niñez. El olor de los nuevos libros que anunciaban el regreso, no deseado, a la odiosa escuela. El temor, de que me tocase un maestro de mano larga. Estos días ya iban siendo más cortos, por lo que el rato para jugar iba disminuyendo, aunque si bien en verano teníamos que ir al campo con los padres, en un esfuerzo por contribuir a la economía de la casa, cierto es, que las noches en el pollo de la plaza, bien jugando, o… empezando a fijarse en alguna de las niñas, no tenía precio, la plaza llena de gente y el “pollo” a rebosar. El ajetreo de las labores del campo se calmaban, los pajares estaban a rebosar de paja para el alimento de los animales durante el invierno, los “atrojes” llenos de grano, donde la fruta para el invierno ya estaba colocada, fruta que en muchos casos se cogía verde, e iba madurando poco a poco. La alegría de mirar al techo y ver las cañas llenas de caquis, uvas para pasas, membrillos, los higos extendidos sobre sacos para que se secaran, así como los nisperos de invierno, los peros de limón en las cajas de madera, los melones sobre el grano del atroje, los frutos secos como nueces y almendras.

Según consumíamos la fruta colgada de las cañas, se hacía espacio esperando el día de San Andrés “se mata el marrano y se empieza el tonel”. Aun recuerdo esa sensación de mirar y ver los salchichones, longanizas, morcillas, chorizos, tocinos, jamones, paletillas y las orzas con el lomo y las costillas, ese sentimiento de ver tanta comida, la satisfacción primitiva de sentir que el invierno no sería malo, esperando la “estación oscura” o el “Samhain” con una sonrisa. El primer olor a tierra mojada. Los hombres empezaban tras las primeras lluvias, a sembrar el cereal para el año siguiente, cereales que al nacer llenaban de pinceladas verdes la vega. Vega que por otra parte en aquellos tiempos parecía un jardín, todo limpio, cuidado y sembrado. Mirábamos los álamos, con esa gama de colores cálidos, dejando caer tristes y resignados las hojas danzando hacia el suelo, esperando desnudos el duro invierno. La chiquillería aprovechando las horas del crepúsculo para apurar los últimos juegos antes de volver a casa, en la que ya se iban preparando los braseros. Preparándonos para el recogimiento invernal alrededor del fuego de la chimenea, el juego fantástico de nuestras propias sombras proyectadas sobre la pared, intentando con nuestras manos, crear sombras chinescas de algún animal, “tizoneando” con las tenazas en el fuego mientras el padre hacia pleita con esparto, el cigarrillo sin filtro en los labios, el incesante movimiento de los parpados para que el humo del cigarrillo no entrase en los ojos, y el vasito de vino al alcance de la mano, esperando el menú nocturno. El olor de la cena que preparaba la madre, y tras esta, la invitación de Morfeo a su reino, en el colchón de lana.

Daniel Pérez.

 

 



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